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Título Original: The straight story |
SINOPSIS
Basada en un hecho real ocurrido en 1994, protagonizado por un anciano de 73 años, Alvin Straight, que viajó desde Laurens, Iowa, a Mt. Zion en Wisconsin, montado en su segadora John Deere. Alvin decide iniciar este viaje para reencontrarse con su hermano que se encuentra gravemente enfermo y con el que no se habla desde hace más de diez años. Dada su falta de visión y la escasez de dinero decide hacer él mismo el recorrido en su segadora. Un trayecto de cientos de kilómetros que Lavin tardó más de seis semanas en realizar.
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CRÍTICAS
[Julio R. Chico, La Mirada de Ulises]
Como no podía ser de otra manera, David Lynch nos sorprendió hace años con una obra magistral en su concepción y puesta en escena: “The Straight Story (Una historia verdadera)”. Es el suyo un cine original que a nadie deja indiferente, de gran riqueza estética y muy sugerente en su visión del mundo y del individuo.
Una parte de la crítica había afirmado que toda esa fuerza narrativa podía encontrarla más en la maldad y en la sombra que en la bondad y la luz, en la sordidez y lo extraordinario que en lo cotidiano y la normalidad, en la complejidad que en la sencillez. Esta tesis se extraería a la luz de “Cabeza borradora”, “Terciopelo azul”, “Carretera perdida” o “Mulholland Drive”, donde lo enigmático, los mundos oníricos y paralelos o la confusa identidad de sus personajes dejan en el espectador un poso de inquietud y perplejidad. Estos mismos serían los que sostienen que habría otro David Lynch –el de “El hombre elefante”– con un sentido de lo humano más poético y con una búsqueda de emociones, una mayor sencillez y ortodoxia clásica en su narrativa. En esta línea se incluiría –según ellos– “The Straight Story”, una historia verdadera, cotidiana y llena de bondad, que no huye de la realidad y que penetra en la interioridad del personaje sin salidas escapistas que busquen respuestas más allá del propio individuo: en este caso, y a diferencia de las primeras, sí sería posible acercarse y entender la película con una lógica racional.
Ciertamente, algo de esto se aprecia en el caso que nos ocupa, con una puesta en escena sobria, donde se mantiene un único punto de vista durante toda la película –el del anciano Alvin Straight–, sin necesidad de alambicados quiebros narrativos espacio-temporales, y donde se busca mostrar la realidad más verosímil a partir de un hecho real publicado en el Reader’s Digest: Alvin vive en Iowa con su hija Rose, mujer madura y muy cariñosa, que arrastra un pasado doloroso desde que perdió la custodia de sus hijos por su incapacidad mental para educarlos. Un día, Alvin recibe la noticia de que su hermano Lyle –con el que no se habla desde hace diez años– ha sufrido un grave infarto, y se plantea reconciliarse con él antes de que uno de ellos se muera; al no permitírsele conducir, decidirá recorrer los más de 500 kilómetros que les separan en una cortacésped.
Así se inicia un recorrido por las carreteras de una América profunda que Lynch conoce bien, pero cuyos personajes podríamos encontrarlos en cualquier otro lugar: la caracterización de cada uno de ellos, su capacidad para introducirse en su interior y mostrar sus deseos ocultos y sus inquietudes nos hablan –en contra de la postura apuntada más arriba, y aparte de otras semejanzas estéticas con el resto de sus películas– de un único Lynch, que se postula como un gran conocedor del alma humana. No importa si se acerca a ella desde la realidad o desde un mundo onírico e irreal: en cualquier caso nos habla de lo que llevamos dentro, lo que no se ve, de dónde venimos y hacia dónde vamos.
En este sentido, no es casual que la carretera sea una constante en su filmografía y que se nos ofrezca como una metáfora de la vida que cada uno debe recorrer, tomando un desvío a la derecha, saliéndose de ese carril delimitado por las rayas pintadas de blanco –con unos planos que nos llevan a “Carretera perdida”–, parándose en una taberna o en un camping, recorriéndola en una cortacésped o en un buen coche en el que solo varía la altura y la velocidad.
Alvin es un viejo al que la vida le ha enseñado a separar el grano de la paja, a dar importancia a lo que realmente la tiene. La misma testarudez que le ha llevado a romper con su hermano por orgullo –“Ira, vanidad y alcohol; una historia tan vieja como la Biblia. Caín y Abel”, según sus palabras– le lleva ahora a emprender esta odisea de reconciliación, y así poder volver a sentarse a su lado y ver las estrellas. Un viaje de purificación que debe “hacer solo y terminar como empezó”, sin ayuda, porque así lo requiere su espíritu: es una historia personal, de hermano a hermano, que no necesita de palabras sino de hechos, y de una mirada de perdón y reconciliación.
El guión es excelente y la sencilla trama discurre ágilmente y sin empantanarse, algo perfectamente compatible con el ritmo lento y pausado que le imprime: es el tempo apropiado para la contemplación del alma, de la vida, de la naturaleza; es el necesario para poder pensar al mirar las estrellas o mientras se conduce la cortacésped a 10 Km/hora…. y también para sentir las cosas importantes en la vida.
En ese periplo, Alvin se irá encontrando con toda una galería de personajes, que contribuirán a que conozcamos mejor su propia historia y personalidad. Todos ellos están necesitados de comprensión y reflejan el mismo mundo del espectador, también con sus mellas y heridas: la chica embarazada que ha huido de casa de sus padres por temor, y que sólo entiende el valor de la familia unida –como las ramas atadas, en una rica metáfora visual–, tras una conmovedora confidencia a la luz del fuego en que el viejo habla de aquel otro que él sufrió en su propia casa y que motivó la pérdida de sus nietos; la mujer histérica y traumatizada porque de nuevo ha atropellado a un ciervo en la carretera, tras haber puesto todos los medios para evitarlo –nueva metáfora para hablar de los errores reiterados que la vida nos depara, y de la necesidad de la paciencia–; la familia de granjeros que le acoge y ayuda, siendo ellos los primeros beneficiados por su mirada llena de experiencia y sabiduría; los mecánicos gemelos que no paran de pelearse y que reciben su paga con el testimonio vital de Alvin; el sacerdote que escucha también las confidencias del anciano y que se siente reconfortado por sus buenos sentimientos; o el otro anciano con el que toma una cerveza –como celebración de la gesta, poco antes de concluir– y con el que por fin Alvin abre su alma… mostrándole la herida que guarda en su interior desde la 2ª Guerra Mundial, cuando por error mató a un explorador de su propio bando…
Al fin, Alvin parecer haberse liberado de su pasado y llegado al final de su viaje –interior y exterior–, estar en condiciones de reencontrarse con su hermano. Esta última escena está resuelta casi sin palabras, pero con enorme sentido de lo humano, de lo poético y de lo cinematográfico: esa ahí donde se une la mirada más clásica de Lynch con la otra más surrealista.
En todos los casos, siempre humanidad, siempre comprensión y solidaridad, siempre una mirada de afecto y de sencillez para aprender a vivir y a descubrir lo que los otros llevan dentro. No hay voluntad de adoctrinamiento ni mensajes morales, sino humanidad, emotividad contenida que no cae en la sensiblería… y un cine de primera magnitud. Al magnífico guión hay que añadirle una soberbia dirección de actores, con un Richard Farnsworth cuyos ojos muestran el peso de los años, con sus errores y un dolor sereno, o una Sissy Spacek que borda un personaje difícil por su apariencia fronteriza y de cierta ensoñación. El tratamiento del sonido y la partitura de cuerda de Angelo Badalamenti refuerza ese estado interior de bondad y necesidad de purificación, mientras que la fotografía de Freddie Francis es asimismo elocuente sobre esa necesidad de contemplar lo bello, de adquirir cierta altura sobre los problemas cotidianos –no en vano, la cámara muchas veces adquiere una perspectiva aérea a través de campos y carreteras, mientras que en otras adopta un tono subjetivo desde la propia cortacésped–.
Narrativamente, Lynch se sirve de constantes encadenados con los que aporta un dinamismo sosegado, alternados con fundidos en negro con que nos brinda momentos de contemplación y reposo. Como los grandes, Lynch ha realizado una road movie interior o un magistral western que se dirige hacia lo más profundo del hombre, aprovechándose de una historia sencilla llevada con buen pulso narrativo y una encomiable y bella puesta en escena. Todo ello hace que se pueda considerar como una obra maestra, repleta de sensibilidad y de inteligencia.
[Jorge Martínez, Narracine]
«The Straight story» relata una historia real, la de Alvin Straight (magistral Richard Farnsworth – mereció el Oscar al que estuvo nominado), un anciano de 73 años aquejado de múltiples achaques, entre ellos una inminente ceguera debida a la diabetes, una cojera de las dos piernas que degenera rápidamente hacia la parálisis, un posible enfisema pulmonar,… Pero nada de todo esto va a parar a un viejo testarudo que ha tomado una determinación: volver a ver a su hermano, que acaba de tener un ataque al corazón, y con el que no se habla hace más de diez años nadie sabe bien por qué. Alvin quiere volver a mirar las estrellas sentado en el porche junto a Lyle (un Harry Dean Stanton que fulgura apenas unos instantes en el final del filme), porque un hermano es «el único que sabe que eres lo más importante en este mundo». Y lo va a hacer con una vieja segadora John Deere del 66 y un remolque que se ha fabricado él mismo. Va a tardar 6 semanas.
Así, toda la película adopta la forma de la Odisea. Un aventurero «vuelve a la carretera», al mundo para buscar su destino perdido. La épica está servida. Pero Lynch, con tamaña epopeya nos está contando algo sobre los Estados Unidos, algo que gravita entre la elegía y el panegírico y que, sobre todo en ciertos momentos, alcanza una belleza hiriente para el espectador consciente que no se ha quedado dormido en los primeros instantes, mecido en la suavidad de un ritmo que nos invita al descanso eterno, pero que, si observamos, tolera todavía bastante bien la vida.
El director hace toda una serie de elecciones interesantes a la hora de ejecutar esta película. Por ejemplo, el 16/9 anamórfico, para nada habitual, que, como una especie de cinemascope nos devuelve al panorámico «far west» de Hawks y Ford, como recordándonos que se está intentando hablar de la mismísima esencia de los Estados Unidos. Otra elección que hace es adoptar la estructura narrativa del héroe – una trama principal y pequeñas tramas que empiezan y acaban al paso del tallo irrigador de significado: la vida de Alvin. ¿Por qué es un héroe alguien de las características del protagonista? También tenemos la obsesión fotográfica por los cielos que alternan la noche y el día, y la segadora/recolectora trabajando los campos, que indican un interés en subrayar el ciclo de la vida, el tiempo como eterno retorno de lo mismo, que en el filme es desbancado como hipótesis debido a la persecución del ideal del anciano. Siguiendo la lenta proeza del viejo uno percibe enseguida aquello de que la verdad es aquello siguiendo lo cual el tiempo se convierte en historia.
La narración aquí consigue hacer vibrar el signicado total en la hazaña concreta y aparentemente insignificante, en el mundo que vivimos, de un personaje que lo que debería hacer, según lo «políticamente correcto», es dejarse cuidar en un geriátrico. El hombre es más o menos grande no por su titanismo, sino por el ideal que confiesa, del que da testimonio con sus acciones. Tras toda una vida de gran intensidad – ha combatido en las trincheras de la 2ª guerra mundial, ha sido alcohólico porque se trajo muchos demonios de Europa, dejó el alcohol porque un predicador le invito a vivir en el presente y no en el pasado, su mujer parió catorce hijos de los cuales sólo sobrevivieron siete, su hija Rose (un poco retrasada y tartamuda) vive con el en su senectud porque el estado le ha quitado la tutela de sus cuatro hijos por considerar que ella no es capaza de criarlos, … – tras todo esto, parece que lo que él afirma en su gesta es la relación con su hermano, la compañía del cual es la única que le permite mirar el cielo estrellado sobre él como lo miraba Kant, es decir, como signo del significado total. La vejez – le dice a uno de los ciclistas que se encuentra por el camino – lo mejor que tiene es que permite «separar el grano de la paja, y dejar que las cosas pequeñas se las lleve el viento».
En este sentido cada encuentro que hace Alvin en su camino aporta un condimento a la historia, nos explica mucho sobre la vida del anciano y la evolución de los Estados Unidos. Pongamos algún ejemplo. Cuando se encuentra a la joven embarazada, con la simple metáfora de las ramas atadas, le muestra que la vida hay que vivirla acompañado para poder ser introducido en la realidad según su significado, para que la realidad y el tiempo no te arrasen, porque vividas absurdamente son una especie de apisonadora.
Cuando se encuentra a la mujer que atropella al ciervo, él prácticamente no dice nada. Asiste simplemente a la queja de la conductora que clama al cielo contra la fatalidad. Y cuando ésta se ha ido recoge al ciervo muerto y se lo come, como indicando que él ha aprendido a vivir las dificultades buscando aquello que la providencia le está queriendo dar. Los encuentros con la familia y los ciclistas son la radiografía de dos américas. Y es curioso que ambas reaccionen frente a Alvin de dos modos francamente distintos. Ambos le acojen, pero mientras los ciclistas no entienden qué es lo que está haciendo con ese viaje, la familia no sólo lo entiende sino que se conmueve con ello y quiere ayudarle.
Podríamos extendernos mucho más, pero no es oportuno. Lo que está claro es que Lynch no se dedica a contar inocentemente una historia sino que intenta fotografiar el secreto de Estados Unidos, su espíritu profundamente religioso, al cual quizá gran parte de este país está intentando darle la espalda. Es por tanto una película para ver con los amigos y comentar hasta altas horas de la noche bien pertrechados con copas de brandy y puros habanos.
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