Hermosa y tierna historia sobre una joven novicia judía en la Polonia de 1960 que se debate entre las diversas alternativas de futuro para su vida, una decisión difícil donde la meditación sosegada resulta imprescindible. Con un bello y cuidado tratamiento de las imágenes en blanco y negro, el simbolismo de los rostros, ambientes y silencios escudriña los rincones más profundos del alma humana y su dimensión de libertad. Una auténtica joya de espiritualidad y un regalo para los cinéfilos.
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ESTRENO RECOMENDADO POR CINEMANET Título original: Ida. |
SINOPSIS
Anna es una joven novicia que, en la Polonia de 1960, y a punto de tomar sus votos como monja, descubre un oscuro secreto de familia que data de la terrible época de la ocupación nazi. Junto a su tía recién encontrada, iniciarán un viaje en el que ambas se enfrentarán con las consecuencias de su pasado.
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CRÍTICAS
[Mª Ángeles Almacellas – CinemaNet]
Polonia, 1960. Anna es una hermosa huérfana de 18 años, que se prepara para hacer sus votos como monja en el mismo convento en el que fue acogida en su infancia. Pero la madre superiora le manda que, antes de ese día, vaya a conocer a su único pariente, la tía Wanda, que rechazó hacerse cargo de ella cuando era pequeña y nunca ha querido saber nada de su sobrina, a pesar de los requerimientos de las religiosas. La joven novicia no tiene ningún interés por salir del convento y ni tan siquiera entiende los motivos de tan extraña orden. Sin embargo, por obediencia, acata la orden. Vestida con el hábito y con una pequeña maleta en la mano, emprende un viaje hacia lo desconocido, que acabará siendo iniciático para ella. Las dos claves de comprensión de la historia de Anna son, por una parte, la decisión de la madre superiora de que vaya a conocer sus orígenes, y, por otra, la torpe pregunta de Wanda sobre qué sentido tienen los votos si no se conoce la alternativa.
Anna, siendo un bebé, fue entregada al orfanato del convento, donde fue bien atendida y educada. Pero sus raíces últimas no estaban allí, sus padres procedían de una cultura distinta y tuvieron que sufrir el desgarrón de desprenderse de su hijita, para que ésta pudiera salvar la vida. Es importante que la joven conozca sus orígenes, sepa quién es en relación a sus progenitores y a todo el legado cultural que le hubieran podido transmitir de no haberse disgregado la familia en tan terribles circunstancias. Solo con una visión completa de sí misma, su pertenencia de sangre y su educación en el convento, podrá afrontar con madurez las posibilidades de futuro y, por tanto, tomar decisiones bien fundamentadas en el presente. Cuando la joven novicia asume sus raíces y averigua quién es, se abren ante ella diversas opciones de vida. No se precipita en la elección, sino que se deja una etapa de discernimiento, hasta tomar la resolución más valiosa para ella.
La película, en blanco y negro, presenta unas imágenes bellísimas, entre la luz y las sombras de la oscuridad, con alto poder simbólico de lo que sucede en los corazones de los personajes, y nos remite al mejor Ingmar Bergman, Carl Theodor Dreyer o Michael Haneke. Los rostros aparecen a veces como retratos del alma enmarcados por la cámara, más explícita que los mismos diálogos, suscitando la inquietud del espectador ante el misterio de lo profundo de la naturaleza humana. Se puede sacar la impresión de que Pawlikowski presenta al hombre como un ser solitario, totalmente aislado ante las dudas o el dolor. Pero no es así. El amor existe en el fondo de los corazones, los vínculos tejen toda una trama de relaciones personales, pero lo que se pone de relieve en el film es la responsabilidad de cada cual para elegir su camino, la libertad humana como el compromiso de optar: decidir la propia actitud vital, como Anna/Ida, o bien permanecer pasivo y dejarse aplastar por los acontecimientos, como Wanda.
Agata Trzebuchowska, como Anna, y Agata Kuleska en su papel de Wanda, con un trabajo excelente, encarnan a la perfección a sus personajes, capaces de presentar con el gesto más que con la palabra, el contraste entre la inocencia y la fe de la joven frente el amargo cinismo de quien nada espera de la vida. Se trata de la apertura a la trascendencia, que llena la vida de sentido y esperanza, frente al materialismo, que agosta todas las salidas y solo da opción al intento de olvido aturdiéndose con la entrega a sensaciones intensas o la destrucción final.
“Ida” es una auténtica joya de espiritualidad y una película de una belleza que deja sin aliento al espectador. Sin duda se trata de una de las grandes películas de este año. Un regalo para cinéfilos.
[Jerónimo José Martín – COPE]
Polonia, 1960, en plena dictadura comunista. Anna (Agata Trzebuchowska) es una joven novicia huérfana, que fue acogida en el convento cuando era un bebé, y que ahora está a punto de hacer su profesión perpetua. La superiora le ordena que, antes de dar ese paso, salga del convento y pase unos días con su tía Wanda (Agata Kulesza), una mujer amargada y compleja, a la que Anna desconoce por completo. Esa convivencia con su tía revelará a Anna las graves razones que motivaron la decisión de la superiora. Unas razones que tienen que ver con el verdadero nombre de la chica, Ida, y con un terrible secreto de su familia, a través del que descubre los abismos de la maldad humana y también la belleza del amor conyugal.
Tras la decepcionante “La mujer del quinto”, el polaco afincado en París Pawel Pawlikowski (“Last Resort”, “My Summer of Love”) recupera la forma con “Ida”, premiada película que ha gozado de un notable éxito en Francia. Rodada en blanco y negro, y con escasos diálogos, en ella el director reflexiona sobre sus propias raíces polacas, marcadas por el sufrido catolicismo de la mayoría, la cruel ocupación nazi y la implacable dictadura estalinista. Además de unas sobrias pero poderosísimas interpretaciones, el filme ofrece una sensacional puesta en escena, asentada en el opresivo formato 4:3, la preciosa fotografía de Lukas Zal y Ryszard Lenczewski, y el predominio casi total de una singular planificación fija y descentrada —dos tercios de cielo y uno de suelo—, cuya arrebatadora capacidad poética es subrayada por la inteligente banda sonora, compuesta por sustanciales fragmentos de música clásica y un par de esplendidas canciones de John Coltrane.
Tales opciones estéticas dotan de entidad dramática a las complejas reflexiones de Pawlikowski sobre la fe de la protagonista, mostrada con sumo respecto, aunque con cierto silencio de Dios, lo que a ratos la hace más protestante que católica. De hecho, la película está visualmente más cerca de Dreyer o Bergman que de cualquier referente claramente “católico”, aunque también se adivina la admiración de Pawlikowski hacia John Ford y Terrence Malick, sobre todo en sus apabullantes secuencias en exteriores. En todo caso, el doloroso viaje existencial de Anna/Ida —en cierto modo, inverso al de Audrey Hepburn en “Historia de una monja”, de Fred Zinemmann— pondrá a prueba todas sus convicciones religiosas para, quizás, integrar en ellas el propio pasado y asumirlas con una mayor madurez. Un planteamiento no exento de cierta tristeza, pero muy sugerente y nada convencional, sobre todo en su pulso entre la esperanza de la fe y el nihilismo del escepticismo cínico.
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