Hace unas semanas, en nuestro ciclo de Cinefórums de Barcelona vimos y comentamos ‘Hotel Rwanda’. Se trata de una película con mucho contenido que se inscribía perfectamente en el título de la actividad: Luchadores por la justicia, la libertad y la dignidad de las personas. Ahora, con la película reposada, publicamos aquí su análisis en profundidad. El resultado de una sesión que, evidentemente, contiene spoilers:
Lo primero que llama la atención acerca de Hotel Rwanda es que en su génesis no se encuentra ningún africano, sino un irlandés. Se trata de la tercera película de Terry George como director, un puesto que a lo largo de su carrera ha ido alternando con una prolífica carrera paralela como guionista.
Nacido en Belfast, George nunca ha sido un chico tranquilo: en su juventud, durante el conflicto conocido como The Troubles –las tensiones violentas en Irlanda del Norte entre rebeldes e unionistas- militó en el Partido Socialista Republicano Irlandés, ala política de los paramilitares del Ejército de Liberación Nacional Irlandés.
Pasó un tiempo en la cárcel y, al salir, emigró a los EEUU, donde comenzó a escribir. Tras una obra de teatro y un libro, escribió su primera película: En el nombre del padre, por cuyo guion estuvo nominado al Oscar en 1993. Tras este debut tardío –George tenía 40 años en este momento-, el irlandés continuó escribiendo, y eventualmente dirigiendo, historias centradas en el conflicto de su juventud.
The boxer o En el nombre del hijo son títulos de este periodo, tras el que amplió su campo de visión para incluir conflictos de alrededor del mundo. Así, ha visitado las junglas de Vietnam en Mentiras de guerra, la 2ª Guerra Mundial en La guerra de Hart y la caída del Imperio Otomano en su último film, La promesa. Seguramente debido a los hechos que marcaron su juventud, la violencia entre bandos es una constante en la filmografía del irlandés, y es la corriente en la que se inscribe Hotel Ruanda.
Ruanda: una historia escrita con sangre
Estrenada en 2004, Hotel Rwanda se sitúa en una de las peores masacres de la memoria reciente: el genocidio tutsi en Ruanda. En 1994, tras décadas de tensiones tribales –causadas, en última instancia, por la división que implantaron los colonizadores belgas-, una de las dos principales etnias del país africano, los hutus, asesinaron sistemáticamente a la otra, los tutsis.
Duró apenas cuatro meses, pero en este periodo se exterminó al 75% de la minoría tutsi: un porcentaje que se traduce en cientos de miles de muertos. Fue, además, un genocidio brutal y sangriento, en el que la mayoría hutu persiguió a sus víctimas con casa por casa y las mutiló con enormes machetes. Hotel Rwanda, sin embargo, esquiva inteligentemente el aspecto más gore del conflicto y lo centra en el drama de una población traicionada mortalmente por sus vecinos.
La cinta –además del drama de su relato principal- sirve, además, una función didáctica, pues a lo largo de su primer tramo resume el conflicto sin que el relato pierda ritmo: a través de detalles como una caja llena de cuchillos donde debería haber cerveza o una conversación en un bar entre un periodista blanco y el personal del hotel se transmiten al espectador los fundamentos básicos de lo que vendrá después.
No obstante, la principal línea argumental de la cinta es la que sigue a Paul Rusesabagina: basado en una historia real, en la película vemos a un hombre que, a pesar de verse superado por el conflicto y la violencia, se sobrepone por ayudar a sus vecinos. El protagonista gestiona un hotel –el Mille Colines, de origen belga- frecuentado por ricos turistas blancos; un hotel que se convertirá en improvisado bunker para decenas de refugiados tutsis cuando empiecen a volar los machetes.
A pesar de que con sus acciones Paul está arriesgando su vida, llega al extremo para asegurar en lo posible la vida de sus conciudadanos, sin preocuparse por su etnia ni raza: sabe que todo eso no tiene peso comparado con la infinita dignidad de la vida humana. Y es que hay un dato que no hemos mencionado pero que conviene tener presente: Paul es un hutu, con lo que, de hecho, estaría a salvo de la masacre.
Primera mirada a Hotel Rwanda: hacia adentro
El crítico cinematográfico Mick LaSalle escribía en el San Francisco Chronicle que la película “es útil, porque muestra cómo un genocidio así puede suceder, y es esperanzadora, porque enseña que es posible que las personas mantengan su humanidad ante la barbarie”. Dicha humanidad se encarna en una figura vertical, en un hombre que no se deja doblegar por los acontecimientos: un Paul Rusesabagina cuyo heroísmo puede leerse a la luz de la parábola de los talentos. En el Evangelio, San Mateo lo cuenta así:
“Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo: Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobre ellos. Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor”
Así, Paul pone todos sus talentos, sus dones al servicio de la dignidad de sus vecinos, sin mirar por un segundo su raza. No le hace falta buscar donde no hay, sino que es la puesta en práctica de sus propias realidades o capacidades –su condición de tutsi, su puesto como gerente del hotel, su facilidad de palabra y de trato- la que logra salvar la vida de decenas de tutsis.
No es, no obstante, una elección carente de riesgo. El protagonista de Hotel Rwanda se expone, con sus acciones en contra de la corriente, a perderlo todo: su trabajo, su reputación e incluso su vida. Y, aun así, vemos como a lo largo de todo el metraje, incluso en los momentos más bajos, no deja de empeñar sus talentos. Lo hace cuando contacta con el presidente de su cadena de hoteles para que el ejército hutu no ataque el hotel, y cuando se camela con frágiles mentiras sobre el poderío secreto estadounidense al general de la policía para que proteja su refugio improvisado.
La asociación bíblica no es, además, gratuita. Aunque en un segundísimo plano, el elemento sobrenatural aparece en la película como un soporte invisible, como una cierta respuesta al grito de “¿dónde está Dios en una masacre como esta?”. En la escena de la terraza, Paul dice a su mujer, Tatiana: “Todos los días doy gracias a Dios por el tiempo concedido”. Además, a lo largo de toda la cinta, ella acaricia la cruz que lleva colgada al cuello. Son detalles, pero en una película como esta en la que cada escena encuentra hueco en el metraje por una razón, no son poca cosa.
Otra de las reflexiones que propone Hotel Rwanda –esta bastante evidente- es un alegato contra el racismo. O, mejor dicho, un argumento a favor de la irracionalidad de este. Apenas es necesaria una escena: la ya mencionada conversación en el bar del hotel entre el periodista y el camarero. Cuando, refiriéndose a dos amigas –una hutu y una tutsi- el reportero apunta que “podrían ser gemelas”, tira por tierra las ideas preconcebidas acerca de etnias y razas.
Una segunda mirada: hacia fuera
Ahora bien, las conclusiones que hemos sacado hasta ahora son en positivo –aprovechemos nuestros talentos en cada ocasión de hacer el bien, cerremos los ojos al absurdo racismo…-. Hotel Rwanda, no obstante, también tiene tiempo de exhibir cierta mala leche, de disparar con bala: su blanco es –y perdón por la redundancia- los blancos.
O, mejor dicho, los europeos. Los aburguesados, los indiferentes, los cobardes. Los que, como apunta el reportero en una de las escenas más duras de una película que –recordemos- trata sobre un genocidio “mirarán las imágenes por la tele, dirán que es terrible y seguirán cenando”. La película se erige como un reproche gigante, como la voz que no tuvieron en su momento los ruandeses, contemplando bajo la lluvia cómo los blancos se marchaban de allí.
Por eso tiene tanta fuerza la escena del derrumbamiento de Paul. El momento en que, tras ser testigo de los cientos de cadáveres que se amontonan por las calles de Kigali, no acierta siquiera a ponerse la corbata. De nuevo, los detalles son importantes: la corbata es tal vez el símbolo más evidente de europeización, de aburguesamiento. Una prenda inútil sin más objetivo que exhibir una apariencia de seriedad.
El momento en que Paul, desgarrado y roto, se arranca la corbata y se quita la camisa supone el momento en que pierde la fe en Europa como ideal. El momento en que la civilización vuelve la espalda a los que sufren. El momento en que el espejismo en que vivía –uno en el que los blancos son buenos, un modelo a seguir- se quiebra en mil pedazos, dejando solo una realidad demasiado dura para soportarla solo. Una realidad que el empresario belga condensa con su contundente “para los políticos europeos, Ruanda no vale un solo voto”.
RECIÉN CONOZCO ESTE SITIO LO FELICITO, ES EXCELENTE LA SELECCIÓN DE PELÍCULAS MUY HUMANAS!!!! SIGA ADELANTE.
¡Qué alegría, Alejandra! Nos alegramos mucho de que te guste 🙂