Ex maridos | La tristeza de andar sin rumbo

Mª Ángeles Almacellas

Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad Complutense de Madrid. Crítica de cine. Miembro del Círculo de escritores cinematográficos. Directora del curso "El arte de ver películas" en la UPM. Directora de CinemaNet-Madrid.

Simon Pierce, el padre de Peter Pierce, decidió divorciarse tras más de sesenta y cinco años de matrimonio y el hijo no pudo hacer nada por evitarlo y ahorrarle el disgusto a su madre Eunice. Ahora, cuando el anciano Simon, totalmente demenciado, vive en una residencia, es Maria, la esposa de Peter quien quiere divorciarse de él. Son momentos difíciles para ese dentista neoyorquino, que se siente muy solo y echa de menos la cercanía de sus hijos Nick y Mickey. Decide concederse unos días de descanso en Tulum, en Yucatán, pero quiere la casualidad que allí coincida con sus hijos que han ido para celebrar la despedida de soltero del mayor.

Aunque se trata de una comedia, la película trata temas importantes como la frivolidad en las separaciones matrimoniales, la amistad, la homosexualidad, la salud mental (concretamente, cómo la depresión puede condicionar toda una existencia), etc. No profundiza en ninguno, pero tampoco puede decirse que los trata de forma ligera, sino que les da la importancia que tienen en la vida de las personas. Sin embargo, hay que advertir que en algunas escenas se le va la mano hacia la zafiedad, totalmente innecesaria puesto que no resulta ni cómica.

Noah Pritzker proyecta una mirada amarga sobre las relaciones de pareja, si bien, paradójicamente, la familia queda muy bien parada. Cuando todo va mal, la familia sigue siendo el refugio seguro que nunca falla. El guion está bien trazado y el ritmo se mantiene, de modo que el interés del espectador no decae, pero la película promete más al principio de lo que finalmente da. Más que de argumento interesante o jocoso, es una película de personajes y estos aparecen bien perfilados al principio, pero paulatinamente van quedándose planos.

Peter (un magnífico Griffin Dunne), es un hombre sin rumbo y casi sin identidad. Ya no es el hijo de Eunice (Marcia Jean Kurtz) y Simon (Richard Benjamin), porque ellos murieron; ni es el marido de Maria (Rosanna Arquette), pues lo ha dejado; tampoco le queda el papel de padre ya que sus hijos son adultos. Lo único que tiene claro (y no es poco) es que quiere mucho a sus hijos y siempre podrán contar con él. Los lazos familiares son indelebles.

Nick Pearce (James Norton), diagnosticado de superdotación en su infancia, ahora, a sus treinta años, trabaja de camarero en un local de medio pelo. Está a punto de casarse y ha accedido a que su hermano le prepare una despedida de soltero con los amigos de toda la vida, a pesar de que no le hace ninguna ilusión. Ni eso ni nada, porque está hundido en una depresión recurrente. Ni la perspectiva de su boda con la mujer que ama consigue alegrarle el corazón. Y también eso acaba resquebrajándose, pues Thea, su novia (Rachel Zeiger-Haag), está ya reclamando su espacio de libertad.

Mickey Pearce (Miles Heizar) está empezando a aceptar su homosexualidad y, en la aventura de la despedida de su hermano, se enamora de un hombre casado que lo utiliza como un capricho.

Todos los personajes van a la deriva y, a pesar de quererse mucho, sus relaciones tienen más de mortecino que de vivaz. La escena en el panteón familiar es todo un símbolo: Peter dentro con los restos de su padre, y la siguiente generación, Nicholas y Mickey, sentados fuera esperando… ¿su turno?