Película de 1954 dirigida por Ronald Neame y protagonizada por Gregory Peck. La historia que se nos narra está basada en el cuento de Mark Twain The Million Pound Bank Note escrita en 1893. Aunque algunos críticos consideran que es una obra prescindible, a mi modo de ver es una deliciosa comedia que entretiene y divierte, es atractiva y no deja indiferente para los que la contemplan con los ojos sagaces de Twain. Puede considerarse una fábula en torno al mundo de las apariencias y el auténtico valor de la dignidad humana. Es un canto al valor de las personas auténticas que valen por lo que son y no por lo que poseen.
Sabemos que Mark Twain fue un mordaz autor, crítico social y excelente narrador de historias. Junto a Dickens, aunque más bronco que él, supo destripar el pus de la sociedad victoriana en la Inglaterra aristocrática. Al igual que la nuestra, era una sociedad que mostraba máscaras de felicidad mientras escondía auténticos dramas personales, sociales y estructurales. En el caso que nos ocupa, al final se descubre que el amor auténtico sólo puede brotar entre almas desnudas donde la transparencia y la sinceridad de vida son el único billete para la felicidad.
Mark Twain fue un escritor polifacético, de estilo ágil, sencillo y de palabra directa. Era un inconformista creativo con una sensible conciencia social. Faulkner lo definió como “el padre de la literatura norteamericana”. Su prosa cercana, atrayente y seductora sabía cautivar al lector. Era fácil descubrir latente, tras la riqueza de sus expresiones, una auténtica preocupaciones de tipo social. De hecho se sabe que apoyó a la activista sordo-ciega Helen Keller, al mundo obrero y a las mujeres en su derecho al voto.
Samuel L. Clemens –de seudónimo Mark Twain-no tuvo una vida fácil. Fue un viajero empedernido con un escaso sentido práctico que le llevó a grandes fortunas y a catastróficas bancarrotas. Supo vivir en escasez y en abundancia. Reflejó como nadie la penuria de la gente de su época. Vinculado al río Misisipi, desde su infancia y adolescencia, reflejó ese afecto duradero y profundo en dos de sus obras más emblemáticas: Las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Hemingway consideraba que la literatura norteamericana tenía su inicio con la aparición de Huckleberry Finn.
Twain siempre encuentra ventanas abiertas para no caer en el pesimismo existencial a pesar de las desventuras de sus personajes. Nunca hay decaimiento paralizante en sus protagonistas.
En El millonario, al igual que en El príncipe y el mendigo se hace una mordaz crítica a los convencionalismos sociales. Personajes de distintas esferas se rigen por normas absurdas y arbitrarias donde el dinero será quien haga girar al mundo. La reputación basta para mover la cotización de las acciones en bolsa y el mercado de valores subirá o bajará en función de los rumores o “influencers” de la época.
Tal vez podemos pensar que la elegancia de Gregory Peck, en su personaje de Harry Adams, no encaja con los personajes propios de este gran escritor. Muy al contrario, podemos descubrir aquí -fábula sobre fábula- la elegancia y la distinción del ser humano sea de la condición que sea. En este sentido el actor borda ambos aspectos en su personaje. Pasa de ser un náufrago, perdido, sin amigos y en total bancarrota a ser un popular hombre de negocios valorado por las más ilustres personalidades en el Londres del XIX. ¿Cómo lo logra? Por la apuesta de dos excéntricos hermanos millonarios que ponen en sus manos un billete de un millón de libras. No puede utilizarlo durante un mes pero descubrirá sorprendido que se le abren todas las puertas y crecerá su popularidad hasta puntos insospechados.
Película dinámica y entretenida con situaciones humorísticas, sorpresivas y de buen gusto. Detrás de las risas hay todo un estudio de las múltiples manifestaciones de la codicia, el materialismo y el egoísmo humano. Machaca la estupidez social de abajarse ante un nombre o una condición pero señala cómo, los mismos que te ensalzan, te hunden a la mínima de cambio. Las apariencias fatuas, como son humo, cuando son descubiertas crean animadversión y los mismos que adulaban son capaces de lanzarse como víboras contra ellas.
Gregory Peck no defrauda. Tras Vacaciones en Roma, con El millonario demuestra que puede hacer frente a todo tipo de géneros. Sin ser una de sus mejores películas, es un actor genial también en el género de la comedia y puede considerarse, por descontado, un todoterreno en la actuación. Despeinado no deja de ser elegante, pero es capaz de suscitar lástima y compasión en sus desgracias.
La joven Portia, interpretada por Jane Griffiths, le da la réplica sin dificultad, pese a estar algo desdibujada en su caracterización. Los personajes británicos secundarios configuran un elenco de primera clase que dan al conjunto de la obra un nivel de calidad suficiente para ser considerada una más que aceptable película. Inmejorables Ronald Squire y Wilfrid Hyde-White.
El director de la película, Ronald Neame, adapta con acierto el relato de Twain en un comedido tono de comedia y romance. No pretende ser detallista en la descripción de las relaciones y esquematiza al máximo en favor de lo cómico y burlesco. Capta la esencia del relato de Mark Twain con una recreación de espacios, luces, colores y un manejo de la cámara y la fotografía digna de un especialista pese a tener obras mejores.
Neame fue un productor, guionista, director de fotografía y director de cine además de estrella de cine mudo británico. Trabajó con David Lean en Mayor Barbara en 1941 siendo nominado al premio Oscar a la Mejor fotografía. Varias nominaciones avalan su buen hacer: Mejor guión en Cadenas rotas en 1948 y en Breve encuentro en 1947. Obtuvo también su nominación en la categoría de mejores efectos especiales por Perdido un avión en 1943.
En la divertida adaptación de la obra de Twain, el director se recrea en escenas cercanas al mimo de los actores secundarios mientras sintetiza la historia de amor entre Peck y Griffiths hasta el punto de parecer inverosímil. Es un cuento y no se pide más, ni menos. Al final tenemos claro que el dinero no da la felicidad porque lo esencial de la vida no se puede comprar con monedas o cheques de cambio.
El varapalo a la hipocresía social, pese a la diferencia de época que retrata, resuena hasta nuestros días donde vemos tanta mentira, tanta palabrería hueca, tanto eufemismo para enmascarar realidades sangrantes. Hay mucho interés mezquino, personas que viven de las apariencias y parece que su existencia no tiene otra razón de ser que acumular “laiks” en su círculo social o en las redes. Existencias virtuales donde la ética brilla por su ausencia.
Una hipocresía que, en la época actual, lleva a señalar la mentira como si fuera verdad y la maldad como si fuera bondad; hipocresía que lleva a considerar la esclavitud como si fuera libertad y al egoísmo como si fuera amor.
En definitiva la obra de Mark Twain, y la película que la recrea, trata de sentar en el banquillo tanta máscara social, tanta incoherencia y tanta falsedad en cuyo centro destaca un egocentrismo enfermizo cuyo síntoma claro es la infelicidad. Y es que la Verdad existe y el Amor también. Este cuento agradable, sin pretensiones y con mucha moraleja, nos lo pone fácil para disfrutar y reflexionar en familia sobre el hoy y ahora de la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Es esperanzador pensar que podemos sanearla a medida que seamos capaces de salir al encuentro del otro con la sencillez de ser uno mismo, sin máscaras engañosas que distorsionan la realidad más profunda del ser humano.