Lo sé, a ti también se te han llenado los ojos de azúcar al leer este título. Debo confesar que cuando vi la carátula de la película anunciada en Netflix pensé «Dios mío, una nueva ‘pastelada’ barata». Yo, que soy una fiel consumidora de las comedias románticas (pero de las buenas, de las clásicas, de las de toda la vida), habría pasado rápidamente de página al leer aquel título si no hubiera sido porque alguien, de cuyo gusto cinematográfico me fío al 100%, me la había recomendado.
Era una calurosa tarde de agosto en Madrid, estaba sola en casa (y casi en la ciudad…aquellos días entendí lo que dicen de que «los madrileños, en verano, huyen de Madrid»), y sin ningún ánimo de salir fuera a achicharrarme como una lagartija, encendí la televisión, navegué por la plataforma hasta encontrar aquel título tan empalagoso, y puse mi mente en ‘modo avión’ con la expectativa de que iba a pasar la próxima hora y media enfrascada en una historia de amor tan bonita como irreal (pronto me llevaría la grata sorpresa de que me había equivocado, y que tendría más dosis de realidad de lo que habría esperado).
La película cuenta la historia de una chica americana, Hadley, y un chico inglés, Oliver, que se encuentran y se conocen en el aeropuerto John F. Kennedy, esperando un vuelo de Nueva York a Londres. Una serie de casualidades que se entrelazan a la perfección les llevan a coincidir en el mismo vuelo, ¡y uno al lado del otro! lo que hace que pasen juntos las siete horas que dura el vuelo. Siete horas en las que conocerán y crecerá entre ellos una irresistible atracción. Sin embargo, al llegar a Londres, se separan, y parece que las probabilidades de que sus caminos vuelvan a unirse son casi nulas…a menos que el destino intervenga.
Bajo el marco de una historia aparentemente ligera y “fácil”, se encierran mensajes y reflexiones acerca del amor y las relaciones que calan profundamente en el espectador. A través de la historia de los personajes principales salen a relucir cuestiones que todos en algún momento nos hemos planteado, independientemente de nuestra edad o madurez, y especialmente, cuando empezamos a experimentar en nuestras propias carnes sentimientos e incertidumbres relacionadas con el amor. ¿Tenemos un alma gemela? Si es así, ¿qué papel juega la libertad humana? ¿Existe el destino? ¿Pueden nuestras decisiones alejarnos de aquello que era para nosotros? y, sobre todo, la eterna pregunta: ¿existe el amor a primera vista? Sin duda el amor es la gran incógnita de nuestra vida.
La película es sencilla, y tal vez por eso funciona tan bien. No busca elevarse ni presentar tramas complejas para tratar un tema que es tan humano y cotidiano como el amor. Muestra a dos jóvenes que se enamoran, y que se enfrentan a realidades familiares que les hacen sufrir. Refleja las consecuencias de un matrimonio roto, de la relación padre-hija tras el fracaso, del dolor y la pérdida. Del perdón, de las segundas oportunidades, y de acoger la realidad, no como nos gustaría que fuera, sino como la que es. Es una película que habla del amor, en todas sus versiones, y que, al contrario de lo que pudiera aparentar, no solo muestra las mariposas y las primeras emociones, (esa etapa tan atractiva y llena de sentimiento como son los comienzos del amor), sino que también retrata una realidad más gris, donde aparecen el distanciamiento, el divorcio, o la muerte.
Y nos deja un mensaje fundamental: el amor requiere mucho trabajo, y es una elección que se hace cada día.
Destaco especialmente una frase que, en mi opinión, es la que mejor refleja la dimensión del amor verdadero, y la idea de que, en el amor, no hay lugar para las estadísticas: “Si hubiera sabido la probabilidad de que tu madre fuera a tener cáncer y a morir cuando me enamoré de ella, ¿sabes qué habría cambiado?
Nada en absoluto”.